Tiempo después se enteró de la muerte del tío, quien había caído por la escalera de la casa, y se había desnucado.

Debo aclarar que, esa tarde que había muerto su marido, había ido con sus hermanas, maleta en mano, a confiarles que lo dejaría para irse muy lejos. Nadie preguntó por ella, dado que no salía prácticamente a ningún lado. Y las pocas veces que lo hacía, sólo era para ir con sus hermanas. Las hermanas no dijeron a nadie que habían hablado con ella. Ya conocían el calvario de la tía.

A partir de esa tarde, la tía creyó que al menos su suerte iba a cambiar, porque el vendedor le confesó que le gustaría conocerla mejor; y ella aceptó estar con él en su cuarto, con tal de que la llevara fuera de la ciudad lo antes posible.

Resultó que lo que le había dicho era mentira. No era vendedor, andaba de visita para comprar algunas cosas para su barbería, que estaba a unas horas de la ciudad.

¿Por qué le había mentido a la tía? Parece que también tenía algún oscuro secreto. Pero en ese momento, no eran más que dos personas solitarias y carentes de afecto. Para ninguno fue eso un problema.

Se fueron a la mañana siguiente y él la llevó a vivir con él a la barbería. En la planta alta tenía su recámara, con una cama enorme con latón y un ropero con algunas prendas. En la misma habitación tenía un espacio con utensilios de cocina, y un pequeño baño con una cortina.

A la tía no le interesaban los lujos, lo que buscaba a esas alturas era que la dejaran en paz. Su coraje hacia los hombres le estaba consumiendo la vida. Con este hombre que se mostraba débil ante ella, quizás podría estar por primera vez sin tener que cuidar de alguien.

Lo que no sabía era que este hombre estaba enfermo. Tenía tuberculosis. No lo había notado porque no había tosido frente a ella. Pero fue cosa de llegar a su casa para que lo viera toser con una tos seca y desgarradora. Pero no había vuelta atrás. Al menos podía tener un lugar donde vivir y alguien que la mantuviera.

Los días pasaban y el barbero no sólo tosía frecuentemente, sino que no le gustaba mucho asearse, por lo que la tía tenía que aguantar esos olores de quien no se cambia a menudo la ropa, ni las sábanas.

Pero se consolaba pensando que él moriría pronto. Él sabía que ella únicamente lo estaba utilizando, pues no dejó que la tocara de nuevo, y mucho menos dejarse besar. Lo único que le permitía era que a veces la acariciara un poco en los brazos y las manos. La única vez que él quiso acercarse por la noche, ella se levantó furiosa y lo amenazó con dejarlo, si volvía a intentar algo.

El barbero no tenía a nadie más. Ya se había acostumbrado a que ella lo atendiera, dándole de comer y lavando la poca ropa que tenía. No platicaban mucho y la tía recordaba todo el daño que le habían hecho los dos anteriores maridos. Como si este tercer hombre tuviera toda la culpa, lo maltrataba verbalmente, y a veces físicamente. Le exigía que le entregara el dinero cada día para poder comprarse cigarros. Era algo que comenzó a hacer a partir del segundo marido. Fumaba a escondidas, y eso la tranquilizaba en momentos de máxima ansiedad.

El barbero se fue consumiendo debido a la tuberculosis, y al humo del cigarro que ahora ella usaba para atormentarlo. Lo hacía toser, y parecía que lo disfrutaba.

Un día, él comenzó a asfixiarse. La tía lo miró sin sentir nada, si acaso esperando que ya se fuera de una buena vez, para dejar de depender de ningún hombre.

Pero no, no se murió. Y en lugar de eso, él comenzó a quejarse de lo mal que lo trataba. Y encontró la manera de desquitarse. Dejó de bañarse a propósito, sabiendo que ese hedor la desquiciaría. Pero ella comenzó a insultarlo cada vez más, y más frecuentemente:

—Apestas, eres un cochino… puerco… —le gritaba ella.

—¿Y tú?… No sirves para nada. No eres mujer, ¿de qué te sirven esas caderas si estas podrida por dentro? —le contestaba él.

Y claro, la tía fue dejando salir día a día la furia en su corazón.

De los insultos, pasó a las cachetadas, cuando veía que no se aseaba.

Del dinero que tenía guardado, en una lata, escondida detrás de la alacena, quedaban unos cuantos pesos…

Él ya no tenía ánimo para trabajar. Ella comenzó a vender las cosas de la barbería. ¿Cómo iban a sobrevivir?

Ya no podía comprar sus cigarros, era una vida miserable para ambos.

El día que él se levantó y comenzó a escupir sangre, ella alzó la voz:

—¡Ya me tienes harta! ¡Ojalá y te mueras de una vez!

Y en un arranque de furia, de toda esa rabia acumulada durante años, le gritó:

—¡¡El día que te mueras me voy a poner un vestido rojo, para festejar tu muerte!!

Y para no seguir escuchándolo, bajó las escaleras y salió a la calle.

Decidió comprarse el vestido más alegre que encontró y, ¿por qué no? Buscarse un trabajo. A sus cuarenta y cinco años conservaba algo de esa figura del ayer.

Tuvo suerte, en la esquina de la barbería solicitaban una recepcionista para un médico. Y como iba tan bien vestida, le dieron el empleo.

La tía regresó muy contenta pensando en que era cuestión de esperar a que el barbero finalmente se fuera de este mundo. Y sí, su deseo finalmente se cumplió. Miró de reojo el espejo en el ropero de madera, y sonrió.

El vestido rojo le había traído un empleo y algo más.

 

Pobre de mi tía. Aquella sentencia que le dijo su último marido, de estar podrida por dentro, resulto verdad. Un cáncer de huesos, la llevó a una prolongada agonía. Pero dicen que jamás quiso perdonar. Se llevo su resentimiento a la tumba. O quizás debiera decir, que ese mismo resentimiento, la mató finalmente.