Realmente estaba harto de tener que lidiar con la madre de mis hijos. Era tan exagerada, tan exasperantemente hostil que no habría vuelta atrás. Mejor no saber de ella nunca más.

¿Mis hijos? Parecidos a su madre, tan hostiles e indiferentes conmigo.

Mucho tiempo atrás, creía que una mujer debía ser autónoma, y con mucho carácter. Por eso me había gustado ella. Pero eso ya no existía. No más mujeres así.

En el fondo, lo único que quería era tener compañía. Si, era eso. Una mujer que me gustara mucho físicamente, con la que no tuviera que discutir, ni renunciar a mi excelente vida de soltero.

Aquella tarde, mi mejor amigo me había invitado a su casa. Estábamos tomando unas cervezas, mientras veíamos un partido de fútbol americano, y me dijo:

—¿Quieres conocer a mi mujer?

Abrí los ojos desmesuradamente.

—¿Tienes mujer? —mi voz se elevó.

Él sólo musitó: —Jo Ann, ven.

Entró una mujer bellísima. Se dirigió a él y lo abrazó.

—¿Que necesitas? Sabes que tus deseos son órdenes para mí.

—Mira. —Me señaló Gustavo —Es mi mejor amigo, Andy.

Ella me miró con esos hermosos ojos verde pardo.

—Hola, Andy. —Me dio su mano cálida.

«Wow», pensé. Esta vez, Gustavo me había ganado el que, seguramente era, el mejor ejemplar femenino del planeta.

Él le pidió que nos preparara su platillo favorito.

Ella se retiró a prepararlo.

—¿Cómo le hiciste? ¿Dónde la encontraste? ¿Tendrá una amiga para mí?

Gustavo sonreía de forma sospechosa.

—¿Quieres que te consiga una igual?

Alcé ambas cejas… Me imaginaba que la había pedido por catálogo, quizás a un sitio donde se contratan acompañantes. O Gustavo era ya un sugar daddy… a sus cuarenta y cinco años, tener una jovencita de veinte con aspecto virginal, sólo podría ser esa la respuesta.

El resto de la tarde ya no me sentía tranquilo… Quería saber su secreto.

Jo Ann se paseaba frente a nosotros con ropa provocativa. Y Gustavo se dejaba acariciar y atender a cuerpo de rey.

Terminamos de comer y de beber, no resistí más. En un momento en que Jo Ann se retiró, le pregunté:

—¿Eres su daddy?

—No.

Y soltó una carcajada…

—Te mueres por saber cómo le hice… ¿Cierto?

El muy canalla no dejaba de reírse de mí.

Cuando regresé a casa, me dirigí al sitio en internet que me recomendó Gustavo:

Mujeres de Verdad

¿Necesitas una compañera que te facilite la vida?

¿Qué te dé la mayor felicidad?, sin problemas de ningún tipo.

Llegaste al sitio adecuado.

Sólo para hombres de verdad.

Ya no más citas casuales.

Pensé: «El mejor paquete posible para un hombre como yo». ¡La compraría!

Podía incluso diseñarla a mi gusto, físicamente, sin que nadie me dijera que no. Y por supuesto tenía garantía, si no cumplía mis expectativas.

Luego de muchos meses de acumular el capital suficiente, al fin pude solicitarla.

Llegó unas dos semanas después (periodo que les tomó ensamblarla, con las especificaciones que di).

No me tomó mucho tiempo hacerla a mi manera. Como una mujer divinamente hermosa y complaciente. Cada día me sorprendía con más y más atenciones y detalles. En todos los sentidos.

Me fui volviendo cada vez más importante, día a día mi orgullo masculino crecía, a la par de como crecía su adoración por mí. Pero curiosamente, conforme pasaban los meses, algo comenzaba a fastidiarme.

¿Qué podría ser? Todo era absolutamente perfecto. Pero no tan satisfactorio…

En el fondo, era como si una parte de mi me dijera algo que no quería escuchar. Pero al mismo tiempo me sentía tan halagado y loco por esta mujer robot, que acallaba esa estorbosa voz, que seguramente venía de mi parte culpable, por no estar acostumbrado a sentirme tan extasiado.

Comencé a sentirme cansado. Primero, con desgano. Scarlett —así le llamé— me seguía a todos lados, presta a darme lo que yo quisiera, como lo deseara.

Seguía estando bellísima, y cada vez más complaciente. Al grado de que parecía ahora anticipar mis gustos. Y proveerlos con prontitud.

Una tarde, llegué de la oficina y por primera vez, no me apeteció ni hablarle. Pasó el resto de la tarde tratando de alegrarme, con mimos, caricias, comida, bebida, pero no me sentía bien. Le pedí que me dejara en paz. Lo respetó, al menos por esa tarde.

A la mañana siguiente la encontré como todos los días, sonriendo. Y disponible para mí.

Pensé que era un tonto, y me dejé consentir nuevamente.

CONTINUARÁ EN LA PRÓXIMA EDICIÓN