Todo se confabuló para que las cosas se dieran. Soledad se había levantado para traer más refresco. De pronto se escuchó un fuerte ruido, que hizo tronar el transformador de luz, dejándonos de inmediato en total oscuridad, quizás solo interrumpida por algunos breves destellos de aquellos rayos de la tormenta. Grité sin pensarlo y mi corazón se aceleró, ya que desde niña siempre le he temido a la oscuridad. De inmediato Nicolás se acercó más a mí, y sentí su mano apretando fuerte la mía. No alcanzaba a ver nada, pero él me transmitía toda su calma: ––Tranquila, no pasa nada.

Nicolás era un hombre que tenía alrededor de 40 años, con un pasado muy parecido al mío. A los 14 años salió de su pueblo, era hijo de padres muy poco preparados, pero él siempre tuvo un gran deseo de superarse. Había terminado la carrera de ingeniería, aunque hoy en día trabajaba para una importante empresa que le permitía vivir modestamente. En la actualidad se encontraba separado de su esposa por problemas con la familia política, no tenían hijos y él no quería tener ningún compromiso con nadie por el momento.

Intenté retirar mi mano, más por culpa que por falta de ganas.

––No me tengas miedo. No pienso hacerte daño ––dijo él mientras acercaba su cuerpo al mío.

––No, por favor, no… ––mi corazón quería salirse del pecho. Pedro, mi marido, era el único hombre con el que yo había estado.

Pero Nicolás estaba ya muy cerca. Se había volteado hacia mí. Sentía su aliento en mi rostro… moría porque me besara…

––¡Chicos, traigo una vela para que nos alumbre y seguir platicando! ––Soledad llegaba, sin imaginarse la escena que encontraría. De inmediato se dio cuenta que era un mal momento. Tratando de disimular, agregó: ––¿Saben? Creo que es hora de irme a descansar, mañana tengo que trabajar y debo levantarme más temprano. Tengo demasiados pendientes que atender. Nicolás, te pido algo: cuando te vayas, por favor cierra bien la puerta. Adela, ponle el pasador a la puerta. Hasta mañana.

Como llegó se fue, llevándose la escasa luz que traía.

Reaccioné con las pocas fuerzas que me quedaban.

––No, Nicolás, esto no está bien. Soy una mujer casada, tengo mi familia, no está nada bien que esté aquí contigo.

Él replicó: ––¿No has dicho que no eres feliz con Pedro? ¿Que él no sabe apreciarte? ¿Qué tu vida es miserable a su lado? ––decía esto mientras me abrazaba como si fuera un buen amigo. Lo cual me hacía sentir a salvo.

Cuando sentí sus brazos alrededor mío, las fuerzas para oponerme a sus avances flaquearon. Quizás influyó el que no pudiera verlo, o él a mí. Y comencé a sollozar. La lluvia parecía acompañar los acordes de mi llanto.

Nicolás me abrazó con más fuerza, pero ahora se volteó, de frente a mí, tomó mi rostro bañado en lágrimas, levantó mi barbilla y agregó: ––No debes llorar por él. No lo merece. Debes pensar que aún eres joven, que tienes mucha vida por delante, y que no todos los hombres somos iguales.

No pude contenerme más. Y lo abracé. Lo demás no podría describirlo con claridad, ya que todo fue pasando muy de prisa. No supe ni cómo. Cuando me di cuenta, ya me había entregado a él. Pero mi conciencia no me dejaba en paz: “Eres una cualquiera. ¿Cómo te atreves a tener que ver con alguien que no es tu marido? Ya nunca más serás una buena mujer”.

Nicolás se dio cuenta que no estaba con él, sino llena de remordimientos.

––Dime, ¿Qué pasa?

––Pues no debí haberlo hecho. No me siento bien.

Estábamos medio sentados en el sillón de la sala, donde habíamos dejado fluir nuestros sentimientos. Me daba cuenta de que descubría a su lado una parte de mí que antes no conocía. Luego de terminar, me había puesto la ropa interior y la blusa, dado que sentía vergüenza de mi propio cuerpo. La luz del amanecer comenzaba a entrar por la estancia, y vi a Nicolás aún desnudo a mi lado. Mirarlo me hizo ruborizarme casi como una colegiala que acaba de perder su virginidad.

“No he sido yo la que estuvo con él ––me decía––. O quizás, por primera vez, me había permitido ser quien era realmente”.

Aunque debo admitir que no fue una relación tan placentera en lo físico, sí lo fue, ya que por lo menos él era menos tosco que mi propio esposo. Lo que más me había sacudido era darme cuenta de que yo podía dejarme ir, sin pensar en nada más. Influyó quizás el hecho de que ambos estábamos a oscuras.

Entonces él se levantó, comenzó a ponerse la ropa como si en ese momento se detuviera la escena anterior, y diera paso a la terrible sensación de rutina que ya me esperaba igual que todos los días.

Mi corazón dio un vuelco.

––¿Qué va a pasar ahora? ––pregunté con ansiedad.

Él volteó a mirarme y me devolvió la pregunta: ––¿Qué quieres que pase?

Mi cabeza daba vueltas, no atinaba a decir nada. Por un lado, la tentación de engañar a Pedro era muy grande; él había tenido varias mujeres estando casados. Al principio, yo sufrí mucho. Ahora, ya no me importaba demasiado, más que en mi orgullo herido. Por otra parte, estaban mis hijos, ellos no tenían culpa de nada… y al final pudo más eso.

––No, Nicolás, creo que debemos olvidar lo que pasó. Tengo que seguir mi vida; soy madre y esposa.

––¿Estás segura de lo que dices? ––dijo él, aún sin abrocharse la camisa, y se acercó mientras me tomaba de las manos––. ¿Eso es lo que quieres? ––insistió.

Trató de besarme otra vez, pero la luz ya me permitía ver, lo que no había visto. No tenía la complicidad que me daba la oscuridad.

A pesar de las dudas, mi corazón ansiaba gritar y decirle: “¡No, Nicolás, no te vayas, no me dejes encerrada entre cuatro paredes, llena de sueños rotos, de días y noches sin sentido!”.

Sin embargo, de mis labios salieron estas palabras: ––Lo siento. Debo regresar a casa ––mi voz sonaba apagada, igual que se estaba apagando también mi vida.

No sabía que sería de nosotros, así que lo dejé partir.

Los días pasaron, casi no podía dormir, ni comer, mucho menos hacer mis quehaceres. Mis hijos me preguntaban si estaba enferma, porque no les hacía caso. Pedro comenzaba a sospechar algo, le parecía extraño ver lo mucho que descuidaba yo la casa. Era algo que me importaba tan poco…Me movía como un autómata. Fingía seguir siendo la misma, pero no lo era.

¡Ya nunca lo sería!