Dejé de decirle a mi niña interior que llorar era malo, en su lugar la abracé tan fuerte como pude y la llené de besos todo el tiempo. Le dije que la amaba y que siempre estaría ahí para ella. Le expliqué que su sensibilidad era un regalo de la vida y que sus lágrimas eran agua sagrada que sanaba el dolor.
Dejé de obligarla a estar en lugares que no quería. Me armé de valor y le dije que siempre apoyaría sus decisiones porque sus sentimientos importan mucho. Si se quiere ir yo le ayudo, porque no está sola hoy ella me tiene a mí.
Dejé de regañarla y en su lugar le reconocí su esfuerzo. Mi autoexigencia se desvaneció cuando miré sus ojitos con miedo de sentir que no era suficiente. Fui fuerte y le dije con voz dulce que la amo tal y como es. Tomé valor de mi corazón y me disculpé por ser tan dura con ella.
Dejé de decirle que tiene que ser «productiva» y que descansar es perder el tiempo. Hoy la acompaño mientras juega, porque tiene derecho a disfrutar la vida y a ser una niña. Si está cansada yo le preparo su cama y la arropo para dormir. Si quiere jugar yo respeto su espacio y le facilito que pueda ser creativa. Ya no la lleno de culpa.
Dejé de pedirle que se gane las cosas, hoy le doy a manos llenas todo lo que necesita y más. La hago sentir que es merecedora de todo lo bonito que tiene la vida, merece lo mejor de mí.