Me di cuenta de que estaba envejeciendo… pero no fue por las arrugas en el rostro.
No fue el espejo quien me lo dijo, ni aquel joven que me cedió el asiento en el bus.
Tampoco fue la ropa de moda que ya no entiendo, o las canciones que me suenan a ruido. Fue algo más sutil. Más profundo.
Lo noté cuando dejé de esforzarme por convencer. Cuando dejé de perseguir a quien se alejaba. Cuando ya no necesitaba tener la última palabra. Cuando aprendí a dejar ir sin dramatismos.
El envejecimiento llegó sin anunciarse. Sin tristeza, sin miedo. Simplemente… se instaló con calma. Y trajo consigo paz.
Ya no espero disculpas de quienes no saben darlas. Ya no me molesta el silencio de otros. Comprendí que todos batallan con su propio ruido. Y quien de verdad quiere hablar… lo hace.
Hoy no busco aprobación. No quiero encajar. Quiero estar en paz.
Mi cuerpo ya no es motivo de vergüenza. Es mi casa. Mi historia. Mi memoria.
Ha sostenido amores, duelos, nacimientos y caídas. ¿Cómo no honrarlo?
Ahora vivo distinto. Sin carreras. Sin “deberías”. Sin culpa por elegir mi bienestar.
Tomo mi café caliente. Respondo mensajes sin presión. Camino sin prisa. Me escucho. Me abrazo. Me pertenezco.