Un día pasas por una zapatería y zas, ves un par de zapatos fabulosos, tan bonitos, tan altos, tan diferentes…

Rápido pides tu talla pero no hay. Así que te pruebas otro número, uno más pequeño. No es el tuyo pero quizá funcione. Te miras al espejo y wow, son los zapatos más bonitos que has tenido en tu vida. Simplemente perfectos, te ves genial. Solo hay una cosa, te aprietan. No mucho, sólo un poco, pero te aprietan… Aún así, decides llevarlos, te gustan demasiado.

Al día siguiente ya te los pones. Tus pies terminan un poco cansados pero lo toleras. Los días siguientes te aprietan un poco más, ya duelen tus dedos. Pero te gustan tanto que sigues usándolos. Te ves fabulosa. Pasan los días y ya tienes ampollas, ya ni puedes caminar pero te gustan demasiado y no puedes dejar de usarlos.

Hasta que un buen día, hinchados y doloridos, tus pies dicen, ya no más. Ya no te valen, ya no te entren los zapatos. Lo intentas, los aflojas, encoges el pie, te los pones a medias, pero nada. Te entristece, pero empiezas a comprender que desde que los vistes, esos zapatos nunca fueron de tu talla. Lo sabías, quisiste creer que a lo mejor con el tiempo cambiarían de talla, se ajustarían a ti, se amoldarían a tus pies. Te engañaste, con la esperanza de que con el tiempo desaparecería el dolor.

Así que ahora solo tienes dos opciones: Guardarlos por si algún día te quedan aunque sabes que tus pies nunca encogerán. Guardarlos con la esperanza de que poniéndote una tirita te lastimen solo un poquito. O dejarlos ir. Agradecerles lo mucho que te hicieron feliz y tirarlos o regalarlos para que los luzca otra mujer. Ya lo aceptaste, nunca te valdrán. El dolor te enseñó que debes siempre utilizar tu talla, no otra.

𝐈𝐠𝐮𝐚𝐥 𝐞𝐬 𝐞𝐥 𝐚𝐦𝐨𝐫. 𝐄𝐬 𝐦𝐞𝐣𝐨𝐫 𝐪𝐮𝐞 𝐜𝐚𝐦𝐢𝐧𝐞𝐬 𝐝𝐞𝐬𝐜𝐚𝐥𝐳𝐚 𝐩𝐨𝐫𝐪𝐮𝐞 𝐬𝐢 𝐭𝐞 𝐚𝐩𝐫𝐢𝐞𝐭𝐚 𝐨 𝐧𝐨 𝐭𝐞 𝐪𝐮𝐞𝐝𝐚, 𝐩𝐨𝐫 𝐦𝐚́𝐬 𝐥𝐢𝐧𝐝𝐨 𝐪𝐮𝐞 𝐩𝐚𝐫𝐞𝐳𝐜𝐚, 𝐧𝐨 𝐞𝐬 𝐩𝐚𝐫𝐚 𝐭𝐢…

Texto: Fernando García.