Jamás me imaginé llegar a una situación como esta. Nunca en mi vida me hubiera imaginado terminar de esta forma mi relación con Paola. Antes de vivir a su lado, me consideraba un hombre ecuánime, tranquilo y respetuoso.  ¡Que equivocado estaba! Al lado de ella, fueron aflorando en mí sentimientos que yo mismo no sabía que existían.

Cuando nos conocimos siete años atrás, nuestra relación había empezado como fruto de una gran atracción física, al menos de mi parte. Era una relación apasionada y algo tormentosa, ya que Paola a veces tenía algunos arrebatos cuando se enojaba. Pero yo lo pase por alto. No me gustan los conflictos, y cuando ella se ponía así, mejor me callaba. Una cosa llevó a la otra y en poco tiempo, luego de casi dos meses de relación me informó que estaba embarazada.

No nos casamos, pero yo quise responder por el embarazo. Y la llevé a vivir conmigo. Sin embargo, cada vez era menos tolerante, y peleábamos todos los días. Paola tenía siempre algún reproche, ya fuera porque no le gustaba que mi trabajo demandara casi todo mi tiempo, o simplemente porque era una mujer voluntariosa acostumbrada a salirse con la suya.

Las peleas fueron subiendo de nivel. Poco a poco nos fuimos perdiendo el respeto. Y con ello nuestra relación se convirtió en un ring de boxeo. La última vez que nos ofendimos, estuve a punto de golpearla salvajemente… Mi mano terminó contra uno de los vidrios de la ventana de nuestra sala, en lugar de su rostro. Mis nudillos rotos y ensangrentados me recordarían este episodio lleno de violencia y odio.

¿Cuándo empezó a volverse un infierno nuestra relación?

Realmente no lo sé. Quizás desde un principio, sin darme cuenta, justifiqué sus “berrinches” que, a mi parecer, no eran algo importante. Debo reconocer que la mujer me encantaba físicamente. Esa figura espectacular, y su carita de “yo no fui”. Creí que sus arrebatos eran solo eso. Algo pasajero.

Creo que todo comenzó cuando Paola empezó a salir por su cuenta con un grupo de amigas, sin que yo supiera a dónde iba, tampoco si en el grupo incluían “amigos”.

Aquella noche, llegué a casa, después de las diez, y me percaté de que ella ya no estaba. Decidí llamar a su celular, pero estaba apagado. Al no tener respuesta, sentí como si me subiera algo por dentro, llenándome de impotencia, frustración y mucho coraje.

La esperé despierto. Con las luces apagadas para sorprenderla. Pasaron las horas… y no llegó.

Pero yo tenía que irme pronto al trabajo. Desvelado como estaba, deseaba que llegara en ese momento, para desquitarme de alguna manera…

Pero no llegó tampoco. Eran casi las seis de la mañana y yo tenía que irme cerca de las 6:30 a.m. La primera clase que impartía en una universidad cercana iniciaba a las 7 a.m. No tenía ánimo para nada más que esperar a Paola, pero sabía que era mejor irme y cumplir, como siempre lo hacía, con mis deberes.

Y me fui. Esa mañana la pasé como un autómata. No sé cómo impartí esas clases frente al grupo de jóvenes, que en otro momento me hubieran sacado de quicio. Esa mañana no reaccioné al bullicio de mis alumnos. Regularmente no regresaba a casa hasta pasadas las nueve o diez de la noche, porque luego de mi turno en la universidad, tenía un empleo de medio tiempo en una empresa, donde fungía como asesor.

No le llamé, quería ver hasta donde llegaba su desfachatez. Finalmente, no pude más y le marqué a su celular.

—Paola, ¿dónde estás? —le dije, conteniendo el coraje.

—En casa, ¿dónde querías que estuviera? —me contestó, como si nada hubiera pasado.

—¿Y ayer? ¿Dónde te metiste? Ni siquiera sabía que saldrías. ¿Por qué lo hiciste? ¡Estuve toda la noche intentando comunicarme contigo y ni siquiera te reportaste!

—Ya te había dicho hace una semana que saldría con Dana, mi mejor amiga, a festejar su cumpleaños, y que si anochecía ella me había invitado a quedarme en su casa. Vive muy lejos de nuestra colonia —contestó, comenzando a molestarse.

—No recuerdo nada de eso —Agregué, mientras la rabia se apoderaba nuevamente de mí.

—Ay, ya… No tengo porqué darte más explicaciones. Si me quieres creer, bien —y colgó.

Comencé a marcarle casi cada cinco segundos, pero ya me mandaba al buzón.

Terminé como pude mi horario y volví a casa. La encontré recostada en nuestra cama mirando una serie de esas que tanto le gustan, de dramas entre parejas…

No me pude contener más, la agarré de la mano y la jalé fuera de la cama…

Ella, que no es nada dócil, comenzó a gritar y patearme… nos gritamos el uno al otro y ella se justificaba diciendo que yo era un machista, hombre de las cavernas y que no era mi esclava. Que se mataba como ama de casa, cuando yo me iba a trabajar y que lo menos que merecía era poder salir a divertirse con sus amigas.

Una cosa llevó a la otra y cuando más furioso estaba… algo me contuvo, quizá mi conciencia o que de pronto sentí que no era yo. A partir de allí, tuve que reconocer que necesitaba alejarme. Por lo pronto me fui de casa.

Pero no pude ausentarme más de una semana. Y regresé pensando en que podríamos resolver esas diferencias. Y fue cuando nos embarazamos de Kari, nuestra hija.

Hubo un periodo de calma nuevamente. La oportunidad de ver a esa pequeña criatura era un bálsamo para enfrentar los problemas. Pero las diferencias no se arreglaron. Y debido a su estado, Paola actuaba cada vez más, exigiendo atenciones, sumisión absoluta ante sus caprichos. Por estar embarazada.

Las discusiones continuaron, pero ahora me sentía mucho más culpable. Ella traía en su vientre a mi pequeña hija. Eso aminoró por un tiempo mis reacciones, para no perjudicar el embarazo, opté por quedarme callado.

Kari —como le llamaríamos— nació una tarde de verano. Y se convirtió en el sol de mi vida. Mirar su carita inocente me motivaba a seguir adelante, para ofrecerle lo mejor de mí.

Comenzó a crecer, y aunque su madre y yo peleábamos con frecuencia, tener a mi pequeña hija en los brazos compensaba con mucho esos momentos terribles de violencia verbal… sin embargo, como un cáncer, comenzaba a surgir también la violencia física. Pequeños empujones, jalones de cabello, una que otra cachetada…

Eso no estaba nada bien. Lo sabía.

Aquella otra noche, cuando llegué del trabajo antes de la hora acostumbrada, alcance a escuchar una conversación entrecortada.

—Sí, corazón, ya sabes que te quiero…

Luego silencio.

Entré como una furia, y la encontré sentada en el sillón reposet, con el celular en mano. De inmediato se lo arrebaté. No le di tiempo de nada. Pero se había activado ya el bloqueo de pantalla con contraseña.

—Dame tu contraseña —le exigí.

—¿Qué te pasa? ¿Estás loco o qué?

—¡¡Que me des tu contraseña!! —comencé a gritar.

Se incorporó y como una fiera se lanzó sobre mí.

Ambos caímos al suelo. Ella amortiguó su caída, con mi cuerpo. En un momento, solté el teléfono para evitar un daño mayor. El aparato había salido volando y caído a unos pasos de nosotros. Pero el daño estaba hecho. La pantalla se había puesto negra.

Lo que siguió fue terrible y me avergüenzo de mi conducta. No quiero recordar hasta dónde fuimos capaces de llegar. Todo pasó demasiado rápido.

Lo peor de ese día fue cuando Kari se despertó llorando —a sus cinco años, ya dormía sola en su recámara— y había bajado las escaleras, y nos vio a ambos como un par de fieras que se encuentran en medio de un campo de batalla. Miró mi mano ensangrentada por el vidrio de la ventana rota…

En ese momento lo decidí. Tenía que irme y no volver jamás con Paola. Pero ¿y mi hija?… Pensé que no habría vuelta atrás. De seguir allí, las consecuencias podrían ser fatales.

Subí a la habitación y eché en una maleta algunas prendas apresuradamente. No tenía mucho tiempo antes de que Paola reaccionara como solía hacerlo, sin pensar en las consecuencias.

Bajé nuevamente las escaleras y pasé junto a ambas sin mirar a mi hija.

Lógicamente la niña estaba asustada, pero si la miraba, ya no me iría.

Luego de ese episodio terrible, mi conciencia no me dejaba en paz. ¿Cómo reaccionaría Paola cuando quisiera ver a mi hija? Esa noche en el hotel, lloré de impotencia, de coraje, de desesperación. ¿En qué me estaba convirtiendo? Ese no era yo…

Continuara en la siguiente edición