El día que se perdió la cordura
La reseña de esta novela cuyas primeras líneas son sobrecogedoras; impactan de tal manera que te hacen dudar. Sin enterarme, paso horas leyendo, sumergido en un relato en dos tiempos.
El primero, inquietante, en Salt Lake, junio de 1996 y el segundo, tremendo, en Boston, diciembre de 2013. La acción se mueve entre tres escenarios, los dos anteriores y Quebec, también durante las Navidades de 2013.
El día que se perdió la cordura comienza en Boston. Allí, un hombre desnudo portando en su mano la cabeza de una mujer es detenido en el centro de la ciudad la víspera de Navidad. Horas después, el doctor Jenkins, director del centro psiquiátrico de la localidad y la agente del F.B.I., Stella Hyden, especialista en análisis conductuales y perfiles psicológicos, se encuentran ante lo que creen: el mal en estado puro. Ambos se mueven sin saber qué hacer, totalmente desorientados, sobre todo a partir de un nuevo hecho aún más aterrador sucedido dos días después de aquel, en el que, al parecer, se perdió la cordura.
Quizás, en mi opinión, la palabra que mejor pudiese definir mejor a la novela es “tensión”. Javier Castillo la crea a niveles altos y no deja que decaiga hasta el final. Por momentos, la narración, alarmante y turbadora, pudiese parecer disparatada, demencial o rozando la fantasía. No es el caso. Todos los razonamientos aparentemente poco probables o inverosímiles se explican perfectamente a la luz de la sinrazón. Desequilibrio mental, pérdida de control, irracionalidad, locura, alteran facultades mentales y conductas y dan lugar a hechos insólitos e inexplicables.